El 13 de diciembre de 1828, el coronel Manuel Dorrego fue fusilado en Navarro. Podría ser ése, acaso, el título de una crónica de un hecho del pasado de la patria cargado de violencia, cuya cotidianeidad en las provincias libres del Sur, a casi 20 años de su revolución, no despertaría mayores sobresaltos para que los sectores del privilegio continuaran con su proyecto del orden de espaldas al interior, cuidando los intereses del libre comercio. No en vano fue el sacrificio de Dorrego.
No eligieron una víctima más, sino a “la víctima”, porque el gobernador de Buenos Aires representaba la expresión más pura del federalismo, era muy popular entre el paisanaje del suburbio, "los de poncho", despreciados por las clases dominantes, los cabecitas negras de esa época. ¿Qué mayor sacrificio le podían pedir? ¿No era el mismo Dorrego que se encontraba estudiando leyes en Santiago de Chile cuando estalló la revolución y entusiasta se incorporó al Ejército? ¿No era el mismo que ganó fama de valiente en el Norte peleando en las batallas de Salta y Tucumán? ¿Víctima otra vez, o acaso, en el '16, cuando se opuso al proyecto monárquico pagó muy caro sus opiniones con la deportación y el exilio en los Estados Unidos? ¿Mayor sacrificio que el de haber finalizado la guerra con el Brasil, firmar un arreglo con la provincia de Córdoba y la decisión de concurrir a la Convención Constituyente, renunciando a la hegemonía de Buenos Aires sobre el interior?.
La víctima no era simplemente "uno de nosotros", sino él. El que tocaba los intereses del capital inglés, el que estaba convencido de que sólo a través de la voluntad popular se construye el poder político y el que soñaba y luchaba para que el sistema federal no sólo sea una palabra inscripta en el primer artículo de la Constitución Nacional.
Qué equivocado estaba Lavalle. De nada sirven sus cartas, su remordimiento, sus tormentos. Apeló al juicio de la historia para juzgar "si el coronel Dorrego ha debido morir o no". ¿No estaba en el país de entonces?. Porque el crimen cometido por Lavalle generó una ola de indignación.
Las cartas de despedida que Dorrego envió a su esposa Angela, a sus hijas y a sus amigos, circulaban por doquier; en las pulperías se improvisaban cielitos sobre su injusta muerte, mientras en las tertulias se criticaba este acto de barbarie ejercido contra un gobernante legítimo. Desde entonces, la historia viene dando su veredicto. Lo trágico, lo lúgubre del paisaje de la Patria es que se siguió buscando víctimas y no de "uno de nosotros", sino de ese pueblo que amó Manuel Dorrego; de ese pueblo que hoy sólo advierte ese "cielito y cielo nublado / por la muerte de Dorrego / enlútense las provincias / lloren cantando este cielo".
( Extracto de una nota de Fabián E. Barda , profesor de Historia)
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada (Atom)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario